El reencuentro de los intérpretes de “Súbete a mi moto” sucedió en un momento en el que estrellas como Jeans, Mercurio o Fey brillaban en lo más alto de los templetes de lo que fue la versión más pop de los años 90.
En aquel entonces las jovencitas dejaron de lado sus donas de colores brillantes para el cabello y sus anillos gigantes de acrílico de colores para unirse a sus tías, aprenderse la coreografía de “Claridad” y alzar sus manos entrelazadas festejando el triunfo de los años 80.
Hoy aquellas jovencitas son señoras casadas que, siguiendo la enseñanza de Menudo, regresan victoriosas a invitarnos a “unirnos a la fiesta de los 90” como si no hubiera pasado el tiempo por nuestros cuerpos o por nuestros discman.
¿Por qué, en pleno 2017 vuelven a llenar fechas de bote en bote aquellos grupos coreográficos que salían al escenario embadurnados de brillantina y pantalones acampanados? ¿En verdad el presente no ofrece nada como aquel pop noventero?
No es necesario fingir sorpresa; la realidad es que la industria de la nostalgia noventera funciona porque ahora todos los que vamos a esos conciertos a escuchar a Caló o a Magneto, los que corrimos a comprar boletos de OV7 y Kabah y seremos los primeros en agotar cuanta fecha sea posible de Timbiriche, somos unos Godinez con el poder adquisitivo suficiente como para perder la vergüenza y el estilo (oficinista) desanudándonos la corbata al ritmo de “Mai mai” o “Vuela vuela”.
La nostalgia vende y no tiene nada de malo, lo curioso será encontrarte a tu vecino el rocker acompañando a su actual pareja y soltar unos discretos pasos noventeros mientras canta completa “Únete a la fiesta”. Porque sí, a la hora de la hora la nostalgia termina por invadirnos a todos.