Si es verdad que las personas vivimos de acuerdo a nuestro nombre, Salvador y Homero son dos nombres hechos a la medida de grandes hazañas. Por un lado, Homero fue el pilar de una civilización, y Salvador remite también a propósitos universales. Pero orígenes más modestos no pudo haber tenido Salvador Homero Campos, de Tucson, Arizona. Como en las leyendas, él también tiene una historia interesante en su nacimiento, aunque el suyo no estuvo acompañado en absoluto por buenos augurios. De hecho, a mi madre le dijeron que yo iba a nacer muerto al día siguiente, y que se despidiera de mí, recuerda Homero, que —junto con Amador Bustos— con el tiempo pondría una de las primeras piedras de uno de los imperios radiofónicos de Estados Unidos. Yo nací con polio. La vacuna todavía no existía; la descubrieron ese mismo año, en 1954, pero yo no tuve la suerte de gozar de ella. Ya me habían puesto en el acta de nacimiento el nombre oficial de Homero Campos. Y como nací en un hospital católico, le recomendaron a mi mamá que en el acta de bautismo me pusiera también un nombre cristiano, para que me fuera al cielo. Me bautizaron y me pusieron el nombre de Salvador Homero Campos. Dice mi madre que al otro día amanecí muy bien, sonriendo, como un bebé normal.
Imaginación, ¿para qué te quiero?
Los padres de Homero Campos nacieron en México, él en Yurécuaro, Michoacán, y su madre en Hermosillo, Sonora. Gracias a ello, su hijo tuvo un estrecho contacto con la cultura de México, más rico aún porque sus padres eran del sur y del norte del país, respectivamente. Se conocieron en Estados Unidos, donde el padre de Homero trabajaba de bracero, y tuvieron cinco hijos. Sin embargo, al señor Campos un buen día le entró la nostalgia de su país y convenció a su esposa de regresar a hacer vida en México, precisamente a Yurécuaro, palabra que, según algunos lingüistas, significa “lugar de crecimiento”. Ahí crecí en Yurécuaro, comenta Homero, haciendo algunas estancias en la Ciudad de México para intervenciones quirúrgicas en mi pierna. Por la polio, estaba totalmente imposibilitado para jugar fútbol; caminaba con dificultad, si me empujaban pues ya estaba yo en el suelo. No podía correr, ni subirme a los árboles, ni hacer travesuras, y cuando mis hermanos salían a jugar con los amiguitos, mi diversión era estar sentado en la banqueta. Mi distracción era escuchar el radio mientras mis hermanos jugaban, pero yo no me sentía triste, estaba feliz. Tenía un radio enorme de transistores del tamaño del mundo que mi padre había traído del norte. Escuchaba la XEZR de Zamora y el Canal 58 de Guadalajara. Y me imaginaba a los locutores, los estudios, y pensaba ‘Algún día yo voy a trabajar en eso‘.
A la edad de doce años llegué a Sonora, la tierra de mi madre, a conocer todos sus sabores, las tortillas de harina, las chimichangas, el menudo, que es de otro color. La gente era más abierta y franca, más comunicadora, había mucha fiesta en los bares, en las plazas, pero lo que más me gustó fue el mayor acceso a las estaciones de radio. En Nogales estaba Radio XENY. Oía a los locutores y pensaba: ‘¿Cómo se verán?’. Me los imaginaba altos, güeros, bonitos, con traje. Imaginaba la cabina como un lugar enorme. En ese tiempo empezaron en Nogales los concursos de Radio XENY, y yo entraba a todos para ir a recoger vales para el cine y los discos de 45 rpm que sorteaban; pero era sólo una excusa para visitar la radio. Ésa fue la primera estación que conocí a los 13 o 14 años: Radio XENY. Cuando entré, vi algo totalmente inesperado: al micrófono estaba un locutor panzoncito, no muy guapo, chiquito, en una cabina muy pequeña. Pero en vez de decepcionarme, me encantó. Me dije: ‘¡No puede ser que de aquí salga algo tan bonito, lo que se oye afuera!’. Y de ahí en adelante, nadie me quitó la idea de trabajar en la radio.
If you’́re going to San Francisco…
La siguiente parada en la odisea de Homero fue la ciudad de San Francisco, California, a donde llegó en la segunda mitad de los años sesenta, cuando la ciudad pasaba por una efervescencia cultural y artística que emanaba a todo el mundo. Fue un choque cultural increíble. Aunque habíamos algunos que no éramos hippies, crecí con su influencia. Había libertad de expresión, había una gran manifestación de la gente que quería ser más libre para el sexo, para el amor, el tan conocido peace and love de los hippies. Conocí a los hermanos de Carlos Santana. Y me empecé a hacer muy amigo no sólo de los estudiantes latinoamericanos, sino de los americanos, de todos, y eso me dio una cultura muy amplia que llevo muy dentro de mí. En la high school había varias profesoras hermosas, con minifalda. Me acuerdo el primer choque, cuando una de ellas —yo tendría unos 17 años— se para y nos dice: ‘La clase ya se acabó’. Era un viernes por la tarde. Escribe algo en el pizarrón y nos dice: ‘Ésta mi dirección, voy a tener una fiesta en la noche. ¡Bienvenidos!’. Así de fácil, así de tranquilo, así de libre era vivir en San Francisco a finales de los 60.
La pasión de Homero, sin embargo, seguía siendo la radio. En la high school además de las materias obligatorias, como inglés y matemáticas, los estudiantes podían optar por tres horas de lo que su vocación les dictara. Yo elegí electrónica y radio comunicación: cómo se construyen los transistores, watts, voltios; esa clase duraba tres horas y la tomé por tres años. Esa educación me sirvió posteriormente para la radio. En 1972 entró a la Universidad de San Francisco, que no terminó por su pasión por la radio. Fue en marzo de ese mismo año que consiguió su primer empleo en la KBRG 105.3 FM, una estación que transmitía las 24 horas y ofrecía segmentos en varios idiomas. Homero ingresó en el turno nocturno, donde tuvo la oportunidad de experimentar. Las estaciones AM eran las reinas de la radio, pero yo quise entrar a una FM, porque sentía que ahí tenía mayores oportunidades. A los 19 años hablé con los gerentes, dos norteamericanos muy bonitos, señores de edad mayor, Mr. Kerry y Mrs. Kerry. Me pagaban tres dólares la hora, y yo estaba encantado: ‘Me van a pagar por aprender, ¡que bonito!‘.
Había horas italianas, japonesas, chinas… Yo entraba poco antes de la medianoche para tomar la programación libre y trabajaba hasta las 6 de la mañana; ahí aplicaba mis conocimientos de la escuela, me ponía a experimentar: ¿Qué tal si hago esto, qué tal si hago lo otro?, y un muchacho de 19 años, con siete horas al aire, con la pasión que yo tenía, al que incluso le pagaban por hacerlo, se sentía el hombre más afortunado del universo. Ahí hice experimentos, a veces le gustaban a la gente, a veces no tanto, pero me funcionó. Cuando me pusieron de día, yo ya tenía una agilidad muy buena, una gran concentración, y sobre todo tenía impregnado el sistema de radio que en ese entonces era el nuevo. Empecé a unir las canciones —al terminar una canción, pegaba la otra— como lo hacíamos en inglés en la escuela de locución, como se hacía en las estaciones americanas: ‘Acabas de escuchar a Los Ángeles Negros, y a continuación Estela Núñez en KBRG, 5:30’, y se oía más alegre, más dinámico.
Tres años después, Campos ya había adquirido suficiente aprendizaje y seguridad para asumir nuevas responsabilidades. Cuando la KBRG se convirtió totalmente al español, lo invitaron no sólo a hacerse cargo del turno de la tarde, de 3 a 7, sino a dirigir a los demás locutores. No me nombraron programador porque había dos grandes figuras de la radio, que eran Enrique Flores y mi padrino Óscar Muñoz, uno de programador y el otro director. En 1982 renunció y se cambió a una estación nueva que estaba cerca en el cuadrante de FM, la estación KTOS, ubicada en un suburbio en la Bahía de San Francisco, donde inició como director de programación. Poco tiempo después, la antigua KBRG vio declinar su suerte, abandonó sus siglas y Homero sugirió a sus empleadores que las solicitaran a la FCC. Ahí, en la nueva KBRG, cumpliría un nuevo ciclo de diez años. Me dijeron: ‘Tú puedes dirigir la estación, los dueños no se van a meter en nada, tú la vas a hacer, te vas a traer a los locutores, las 24 horas las vas a hacer a tu estilo ́. Me encantó, y me dieron más dinero. Al tener toda la luz verde de arriba, lo logramos. Lo curioso es que en 1972 empecé en una KBRG; en 1982, diez años después, empecé con otra KBRG; finalmente, en 1992, me mudé a Sacramento para iniciar con Amador Bustos, que era el director de ventas de la estación, una gran aventura.
Del Libro de monitorLATINO En la misma sintonía: Vidas en la radio
Fin de la 1era parte