Nota publicada originalmente el 16 de marzo de 2017
Un día hubo una fiesta del pueblo y vi a un amigo paisano. No sabía que él había sido locutor por algún tiempo. Entre el baile y la música le dije que tenía esa inquietud, que si conocía a alguien que me pudiera ayudar; una escuela de locución o algo, y me platicó de una.
—Ve, diles que vas de mi parte y no te van a cobrar nada.
Fui en autobús hasta Hollywood y me dijeron:
—No te voy a cobrar porque vienes muy bien recomendado, pero sí me tienes que dar la tarifa de inscripción.
Eran como 250 dólares, que por supuesto yo no tenía. Ganaba 140 dólares a la semana.
El chiste es que no fui porque no tenía dinero. Pasaron muchos meses hasta que volví a encontrarme con ese amigo.
—¿Fuiste a la escuela de locución? —me preguntó.
—Fui. Pero me cobraban.
—A ver, cabrón, ven —dijo muy serio—. ¿De verdad te gusta eso de la radio?
—Sí, sí me gusta. —Para ese entonces, yo ni siquiera música regional escuchaba. Yo era punketo y rockero, pero la radio era parte de mis gustos personales.
—Mira —me dijo—, yo tengo un compadre en una estación, el “Cheque” González, que es locutor en la Ke Buena de Los Angeles. Ve los fines de semana, ve como trabaja, a ver si te gusta. Yo le digo que te dé oportunidad de ir los sábados. Y así fue. Trabajaba de lunes a viernes en una fábrica, muy lejos de mi casa, y los sábados me iba en camión a la Ke Buena, con Cheque, de tres de la tarde a siete de la noche, y me regresaba a casa en camión. Ahí fue donde empecé a ver cómo se trabajaba y a enamorarme de la radio.
El señor del rancho
Empecé a trabajar con el Cheque González y a los pocos meses me preguntó si no me gustaría ir todos los días, como copiloto, porque antes se necesitaba a alguien que sacara la música; todavía no tenían el sistema automático. Eran cartuchos para los comerciales y discos para la música. Por supuesto le dije que sí. Llegué con mi papá, le platiqué que el Cheque me había invitado todos los días, pero que no iba a haber dinero.
—Mira —me dijo—, cuando ibas a la escuela, mal que bien me la rifaba. Si te gusta eso, ¡adelante!
—Mire, apá —le respondí—, si veo que no la levantamos, me regreso al trabajo.
Para entonces, ya habíamos dejado de vivir con mis tíos, pues queríamos independencia. Vivíamos en una casa, ya sin mi ingreso, con mucha gente más. En un cuarto dormían mi papá y mi mamá; en el otro había una familia; en otro estaban mis hermanas y las hijas de otro matrimonio, más otra señora con su hijo; y en la sala dormíamos otros seis, los hijos de las parejas y otro del rancho. Era difícil. Por ejemplo, en las noches yo quería dormirme porque me tenía que levantar temprano, mientras los otros querían estar platicando y pisteando, escuchando la radio a las once de la noche, y yo tenía que levantarme a las cuatro de la madrugada.
Pero me la rifé. Salimos adelante. Las cosas se empezaron a dar. Me enseñé a operar en la estación. Con el tiempo me dieron el turno de la medianoche del domingo. ¡Ni quien te escuche a esa hora! Pero yo era feliz. Contaba las horas para abrir el micrófono y dar la hora. Muchas veces dormía en la estación porque no traía ni para el camión, y le decía a mi mamá que iba a pernoctar con un amigo. No quería que mis padres se sintieran mal. Luego vino otro locutor, fui su operador, me metí al departamento de promociones y, después de un año, por fin me empezaron a pagar, cualquier cosa. Nos hicimos de un carro. Mi tío iba a tirar el suyo a un deshuesadero y mi papá le dijo que todavía aguantaba, ¡y se lo quedó!, aunque el cochecito nos dejaba varados en cada esquina. Mi papá me traía a la estación. Yo aprendí a manejar hasta los 25 años.
Cuando tenía unos veinte años, nació un personaje muy singular en la radio, Don Cheto. Para entonces ya había estado de copiloto con otros locutores de quienes fui aprendiendo: el Cheque González, Rocío Sandoval “La Peligrosa”, Ricardo Sánchez “El Mandril”, Pepe Garza, Tomás Rubio, entre otros. A todos les agradezco mucho porque me dejaron crecer, hablar en la radio y aprender de ellos. Un día alguien al aire me preguntó si en mi pueblo había una estación de radio y le dije que no. Entonces quiso saber cómo anunciábamos allá, y le conté de Don Rubén. Don Rubén, que hasta la fecha vive, es un gran amigo de la familia. Su casa era la única de dos plantas en el pueblo, porque tenía una tortillería y arriba tenía una bocina con un tocadiscos. “Uno va con Don Rubén”, expliqué, “y le dices cualquier cosa que quieras anunciar en el rancho: `Oiga, que mi mamá vende pollo`; `Oiga, que se perdió una vaca`; `Oiga, que fulano de tal anda buscando cooperación porque se quebró una pierna`; y don Rubén lo anuncia”. Debo decir que don Rubén lo hacía de una manera muy buena. Prendía el micrófono, le soplaba y se oía en todo el rancho:
A toda la gente, ahí en la casa de doña Esperanza Villanueva están vendiendo caldito de pollo. ¡Un caldito de pollo bueno! Para su esposo que anda trabajando en el campo ya no le dé tanta verdolaga. Al caldito, con doña Esperanza.
Y yo lo dije, al aire, en la radio, exactamente así. Me puse a imitar a Don Rubén. Y de inmediato la gente empezó a llamar:
—Oiga, que me mande un saludo el señor del rancho.
Así que empecé a mandar saludos como “el señor del rancho” y a participar en un segmento con Pepe Garza que se llamaba “La lucha de las estrellas”. Ahí empecé a darle forma al “señor del pueblo”, hasta que le pusimos Don Cheto. Grabé una canción que se llama “Vámonos pa’l rancho”, pues se me había dado esa facilidad de escribir rimas. Posiblemente heredada, pues mi papá es compositor. Compuse esa canción con Pepe. Él y yo teníamos un programa, yo ya como Don Cheto. La gente pedía mucho la rolita. Fue cuando Pepe me dijo que grabáramos un disco de Don Cheto con diez canciones. Venían temas como “Vámonos pa’l rancho”, “La puerca de mi suegra”, “A chica-gona”, “Necesito coyote”; eran casi puras parodias. No teníamos disquera. Nosotros pagamos la producción y empezamos a distribuirlo de puesto en puesto. Y se empezó a vender. ¡El chiste es que me gané como veinte mil dólares! ¡No podía dar crédito! Un tipo del rancho, indocumentado… Pepe y yo compusimos las canciones. La musicalización la hizo un amigo suyo que tenía una compañía musical y nos ayudó con una banda; yo se las tarareaba, ellos sacaban la música y la grabábamos. ¡A la bravota!
Después de diez años tuve que regresar a mi pueblo a arreglar una visa de trabajo como cantante, pero eso fue como un chanchullo. Cuando llegué, vi que mi antigua casa era la más fea del rancho. Tenía diez años de estar sola. Así que cuando regresé con ese dinero, le construí una casa a mi jefa. Derruí la casa viejita y le construí una nueva, que es donde vive ahora. Ya con papeles, regresé a Estados Unidos y me casé con mi novia de siempre —que es mi esposa todavía; no se ha rajado— y empecé a mejorar a Don Cheto, a caracterizarlo cada vez mejor. Don Cheto iba en ascenso.
Crisis de identidad
Fue entonces que me pasó una cosa muy curiosa, como un punto de inflexión me pregunté si en la radio quería seguir siendo Juan Carlos o Don Cheto, y hacerlo bien. No podía hacer las dos voces. Yo, como Juan Carlos, no siempre podía decir las cosas que decía Don Cheto, porque no se oían igual; se escuchaban ridículas. Así, decidí que en la radio ya no iba a ser Juan Carlos; iba a ser Don Cheto, y me iba a dedicar a inventarle una vida a este señor desconocido, a quien hasta la fecha escucho, y veo que no tiene nada que ver conmigo. A veces me da risa. Yo mismo me pregunto cómo digo eso. Es en verdad otra persona.
Me dediqué a hacer a Don Cheto. Le pusimos una imagen, seguimos grabando canciones, y lo demás es historia. Sí me costó. Me costó inventar toda una vida, una esposa, unos hijos. De verdad yo puedo saber qué está haciendo él ahorita, sé cómo piensa, qué opina de tales cosas; y no siempre son las cosas que yo pienso. Si él piensa una cosa de Donald Trump, quizá yo pienso otra. Don Cheto es como una mujer. Muchas de sus expresiones y actitudes están inspiradas en mi abuela materna, que se llama Adelaida: “¡Ay, ay, ay! ¡Ahorita vi a las hijas de fulana! ¡Cómo se visten! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué no tienen padre?”. Y con Don Cheto la onda es ésa, preguntarme a mí mismo qué pensaría mi abuela de un tipo que se saca la ceja. Seguramente algo como: “¡Ay, estos muchachos, se van a hacer viejas! ¡Ahora se sacan la ceja, mañana se pondrán falda!”. La verdad es que yo me divierto mucho. El caso es que antes de mi programa la estación nunca había tenido el rating que tuvimos al mediodía, ni en la tarde. Luego lo empezaron a meter en la mañana. Aparecer en video ya requería más tiempo de mí, porque tenía que disfrazarme, tenía que hacer una caracterización, y si bien me daba dinero, en los primeros momentos yo tuve que poner de mi bolsa. Después me dieron un programa en la televisión que tuve que dejar por cuestiones médicas. Me empezaron a dar ataques de ansiedad por exceso de trabajo.
Por eso dejé de hacer tele y me dediqué a la radio. Duramos mucho tiempo en primer lugar. Ha habido muchas cosas bonitas haciendo el personaje, colaborar con gente, hacer lo que más me gusta, que es escribir rolas, y cuando estoy fuera de Don Cheto, trato de no pensar en él… lo cual es muy difícil porque la misma gente de mi pueblo ya no me dice Juan Carlos; me dicen Don Cheto. Y hay que aprender a vivir con eso. Yo digo, así como entre broma y serio: “Don Cheto es el que hace la lana y Juan Carlos es el que se la gasta”.
Todos los sueños que tuve como Juan Carlos, se me cumplieron como Don Cheto. Me gustaba el rap —de chico quería ser rapero— y Don Cheto grabó canciones de rap. Quería tener cierto reconocimiento y éxito en la radio, y lo obtuve a través de Don Cheto; comprarle una casa a mi mamá, una para mí… todos esos sueños que tenía, gracias al personaje, los hice realidad. Y son satisfacciones tras satisfacciones. Admito que no me gusta la parte de la disfrazada, pero después de que pasan los 45 minutos de transformación, automáticamente ya soy él; ya hablo como él y veo cuál es mi talento: crear un personaje, darle vida y flexibilidad, pues a fin de cuentas Don Cheto es falso visto de cerca, se ve que trae bigote falso y una peluca, y hasta la panza está hecha de esponja. Pero si yo puedo pasar esa barrera —como el famoso luchador, El Santo— y decir: “No me importa que la gente sepa que no soy yo”, ya estoy del otro lado. Esa es mi victoria.